Portada del sitio > Área de Difusión > Medios > Un recuento de la represión Ejército-PRI III

Un recuento de la represión Ejército-PRI III

Miércoles 13 de diciembre de 2017, por Comité Cerezo México

El cambio de partido en el poder no varió los mecanismos de represión. En Chiapas, por ejemplo, la guerra de baja intensidad continuó. Criminalizar a estudiantes conscientes fue una práctica constante inaugurada en el primer año del sexenio panista. Los hermanos Héctor, Alejandro y Antonio Cerezo Contreras, así como Pablo Alvarado y Sergio Galicia Max, fueron detenidos. Se les acusó de terrorismo, posesión de armas y municiones. Se trataba de estudiantes de la UNAM, que según el Estado eran militantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias del Pueblo (FARP). Las muchas irregularidades del caso permitieron su libertad años después. Entre los primeros que asumieron la defensa de los hermanos Cerezo estaba Digna Ochoa, quien murió en octubre de 2001, con la sospecha de haber sido asesinada.

11 diciembre, 2017 | arturorodriguezg

Un recuento de la represión Ejército-PRI III

Tercera y última parte

NOTA: En el artículo de opinión del miércoles 6 de diciembre, se expuso que la Ley de Seguridad Interior es un viejo anhelo del PRI más duro. Esa afirmación se basa en el hecho de que el Ejército Mexicano ha sido un instrumento de control interno que jamás ha dado batalla contra enemigo externo y que eso tiene su fuente en la etapa fundacional del PRI. En el libro, El regreso autoritario del PRI (Grijalbo. 2015), hay un capítulo sobre la regresión autoritaria que llegó hasta Ayotzinapa –más tarde se patentaría en Nochixtlán y otros muchos casos. A diferencia del libro, por economía de la exposición para esta entrada, se omitieron las fuentes y referencias que sustentan lo que a continuación se expone, fragmentado en tres partes para facilitar su lectura.

De El regreso autoritario del PRI. Inventario de una nación en crisis.

Capítulo 3. Genealogía de la represión. Con imágenes de Hugo Cruz y Proceso Foto

Los movimientos populares en diferentes zonas del país enfrentaron como siempre los procesos represivos. En 1989, el caso de Rubén Sarabia Sánchez, Simitrio, resulta digno de mención por tratarse de un dirigente social que alcanzó una importante presencia en Puebla. Se le acusó de posesión de mariguana y portación de arma al momento de detenerlo, para luego, fincarle una larga lista de delitos y sentenciarlo a 80 años de prisión. Quedó libre en 2001, pero con el condicionamiento metaconstitucional de exiliarse de Puebla (abundaré en su caso en una entrega adicional sobre el proceso represivo del peñanietismo).

El periodo de Carlos Salinas tuvo un momento de ensueño especialmente por los síntomas de recuperación económica, basados en procesos de desregulación, desmantelamiento de la industria paraestatal y privatización del sistema financiero, así como de una serie de reformas, como la relativa al campo, que impactaron la dinámica social. Naturalmente, las reformas en materia electoral y la aceptación de alternancias locales despresurizaron la exigencia de democracia, como ocurrió en Baja California en 1989, con el triunfo del PAN, y en 1991, durante la viciada elección de gobernador de Guanajuato, que posibilitó el arribo del panista Carlos Medina Plasencia en un capítulo conocido como la concertacesión; esto es, ceder el poder, convenido en las cúpulas y no fundado en la voluntad ciudadana. En cualquier caso, la represión a los panistas se atenuó con el triunfo en elecciones municipales y estatales en los siguientes años, lo suficiente para generar la percepción de avance democrático, pérdidas aceptables para el PRI –y los intereses que junto con el PAN representa– en tanto las izquierdas no se consolidaran.

Unknown-9Las guerrillas, casi extintas para los tempranos noventa y circunscritas a un ámbito limitado de influencia, parecían cosa del pasado. Hasta que en 1994 apareció el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). La atención internacional y la presión de la sociedad al respecto polarizaron en buena medida las posturas entre quienes habían creído que se estaba operando un nuevo milagro mexicano y quienes anticipaban que la tendencia neoliberal ampliaría las desigualdades sociales. El gobierno accedió a frenar la ofensiva militar e inició una simulación de diálogo. En tanto, la generación de grupos paramilitares en la zona rebelde de Chiapas sería el instrumento mediante el cual, en los años siguientes, se perseguiría a las comunidades rebeldes.

México es uno antes y otro después del alzamiento zapatista que, en el entorno local, revirtió prácticas discriminatorias procedentes de la etapa colonial, para inspirar en otras zonas del país la reactivación de movimientos sociales, además de convertirse en uno de los muchos factores que incidirían en la nueva disputa interna del régimen hegemónico, la fractura de los antiguos acuerdos de poder, que se expresarían en los asesinatos políticos de Luis Donaldo Colosio, primero y, de José Francisco Ruiz Massieu después, para configurar las condiciones de ascenso a la presidencia a Ernesto Zedillo y su consecuente pesquisa sobre los hermanos Salinas y sus aliados.

Unknown-8El primer año de gobierno de Ernesto Zedillo quedó marcado por un precedente tremendo. El 28 de junio de 1995, 27 campesinos de la Organización Campesina de la Sierra Sur (OCSS) fueron masacrados cuando se dirigían a un mitin que demandaba la localización de Gilberto Romero, desaparecido en Atoyac un mes antes y a quien nunca se encontró. La policía de Guerrero disparó contra el contingente, asesinando a 17 campesinos y dejando 21 heridos en un vado conocido como Aguas Blancas, en Coyuca de Benítez.

En Guerrero las represiones tienen sus comunes denominadores: los nombres Atoyac y Coyuca se invocan con frecuencia, a través de los años, en hechos de sangre que resultan de reclamos por mejorar las condiciones de escuelas, hospitales, abasto de agua potable, caminos; es decir, lo indispensable para sacar adelante a las regiones de esa entidad, que el Estado les ha escamoteado.

Una vez más, la matanza de Aguas Blancas terminó detonando movimientos guerrilleros. Al cumplirse el primer aniversario de la masacre, en 1996, apareció el Ejército Popular Revolucionario (EPR), que incluiría a los veteranos de las formaciones guerrilleras de los años setenta. La paramilitarización –con indicios claros de estrategia militar– en Chiapas cobró víctimas individuales en diferentes fechas, desplazamientos de comunidades, detenciones arbitrarias, confrontaciones entre indígenas, secuestros, cerco económico, agresiones a quienes incidían en los procesos de pacificación como los obispos Samuel Ruiz y su entonces coadjutor, Raúl Vera, además de agresiones a defensores de derechos humanos. La simulación del diálogo gubernamental quedó evidenciada cuando actores de diferentes partidos, incluido el PRI, pactaron los llamados Acuerdos de San Andrés que, aceptados inicialmente por el gobierno, fueron desconocidos. La expresión más brutal del periodo fue la masacre de Acteal, donde 45 indígenas —entre ellos niños y mujeres embarazadas— que estaban rezando en un templo fueron asesinados por paramilitares, en diciembre de 1997.

De nuevo en Guerrero, en 1997, el EPR se escindió y surgió el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI). Aunque anunció su aparición ese año, fue hasta 1998 cuando su presencia se hizo evidente. El 7 de junio de 1998, cuando un grupo de campesinos indígenas realizaba una reunión de estudios dirigida por miembros del ERPI en la comunidad de El Charco, un cuerpo militar llegó a la comunidad, rodeó y tiroteó la escuela. Aunque se trataba de civiles desarmados, que se entregaron a los militares pacíficamente, fueron asesinadas 11 personas, cinco resultaron heridas y 20 detenidas.

No sólo los campesinos e indígenas eran objeto de persecución. En 1999, un movimiento estudiantil en la UNAM se levantó en huelga para oponerse a la modificación del Reglamento General de Pagos. El 6 de febrero de 2000 la Policía Federal Preventiva entró a la Universidad, con un saldo de casi mil estudiantes detenidos y 500 órdenes de aprehensión giradas.

La política de partidos había tomado espacios por la vía de la concertacesión y aun de la voluntad popular aceptada por el régimen. Así que en el año 2000, las condiciones para un cambio de partido en el poder estaban puestas y las elecciones las ganó pacíficamente el pan con Vicente Fox como candidato. No importaron las masacres, los exterminios ni la represión de los universitarios, pues los panistas reivindicarían a Ernesto Zedillo como un demócrata y su imagen internacional se mantuvo, desde entonces, envidiable para cualquier otro ex presidente.

El cambio de partido en el poder no varió los mecanismos de represión. En Chiapas, por ejemplo, la guerra de baja intensidad continuó. Criminalizar a estudiantes conscientes fue una práctica constante inaugurada en el primer año del sexenio panista. Los hermanos Héctor, Alejandro y Antonio Cerezo Contreras, así como Pablo Alvarado y Sergio Galicia Max, fueron detenidos. Se les acusó de terrorismo, posesión de armas y municiones. Se trataba de estudiantes de la UNAM, que según el Estado eran militantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias del Pueblo (FARP). Las muchas irregularidades del caso permitieron su libertad años después. Entre los primeros que asumieron la defensa de los hermanos Cerezo estaba Digna Ochoa, quien murió en octubre de 2001, con la sospecha de haber sido asesinada.

En el plano político partidista, el supuesto avance democrático se reveló en continuidad de las prácticas de criminalización de opositores con la intervención presidencial. Vicente Fox intentó procesar a Andrés Manuel López Obrador mediante una torpe acusación para sacarlo de la futura elección. Las movilizaciones ciudadanas desactivaron el maniobrerismo judicial foxista. Siguieron los casos de San Salvador Atenco en 2001, y en 2006 la represión de los trabajadores siderúrgicos de Michoacán y la persecución del dirigente Napoleón Gómez Urrutia, así como la represión al movimiento social en Oaxaca.

El último año del gobierno foxista tuvo la expresión más clara de la permanencia de prácticas autoritarias y violencia contra opositores. Si en lo electoral las evidencias de fraude no pudieron revertir el resultado sustentado en los más absurdos conceptos legaloides, la movilización social por la derrota de López Obrador enfrentó el linchamiento mediático. No era necesario ir a más, pues estaba claro que López Obrador no tenía proclividad —como en su tiempo no la tuvo Cuauhtémoc Cárdenas— a la vía armada; nunca fue su opción.

Las acusaciones, casi siempre carentes de probanzas, llevaron a más ciudadanos a las cárceles. Si en los años noventa, David Cabañas —hermano de Lucio— e Italo Ricardo Díaz debieron pasar ocho años presos, acusados de asesinar a dos vigilantes de La Jornada, para noviembre de 2006 se les investigó también por unas explosiones en la sede del PRI, el Tribunal Electoral y cajeros automáticos. No les comprobaron nada, pero ellos y sus compañeros organizados en Izquierda Democrática Popular, se volvieron frecuentes señalados de actividades subversivas.

Cuando asumió la presidencia Felipe Calderón se inauguró la conflagración irregular que dio en llamar “guerra contra el narco”. Durante el sexenio murieron activistas, políticos, sindicales, indígenas, defensores de derechos humanos, periodistas y opositores; o desaparecieron; o fueron sometidos a tortura, detención arbitraria y toda la estela de delitos que solían cometer las policías políticas, pero atribuidos ahora a los grupos delictivos armados. En mayo de 2007, por ejemplo, desaparecieron 38 trabajadores petroleros en Cadereyta, Nuevo León, incluido el dirigente sindical Hilario Vega, hombre crítico sobre la administración foxista, opositor a la privatización de Pemex, que parecía iniciar una disidencia contra el cacicazgo del dirigente nacional Carlos Romero Deschamps. Nunca se supo más de ellos.

Las huelgas y movimientos sociales fueron acosados por “el narco” y el gobierno. En las diferentes comunidades mineras y aun en la extinción de Luz y Fuerza del Centro, la amenaza de represión gubernamental o la intromisión del narco para frenar movimientos golpearon a electricistas y mineros, de estos últimos, principalmente en Taxco, Guerrero, Sombrerete, Zacatecas y Cananea, Sonora.

Unknown-10El EPR denunció la desaparición de Raymundo Reyes Amaya y Gabriel Cruz, en el mismo mayo de la desaparición de los sindicalistas. Para septiembre, esa formación guerrillera reivindicaría seis explosiones en instalaciones de Pemex. Y una vez más, David Cabañas e Italo Ricardo Díaz fueron señalados por los hechos, sin que se les haya probado participación; más tarde, cuando supuestamente sufrió un secuestro el panista Diego Fernández de Ceballos, se les volvió a investigar.

Entre los defensores de derechos humanos se registraron muchos asesinatos. Paz Rodríguez Ortiz fue acribillado en 2009, en Ciudad Juárez. También la familia Reyes Salazar inició ese año el registro de muertes con el asesinato de Julio César Reyes, a quien seguirían entre 2010 y 2011 su madre, Josefina, y sus tíos María Magdalena, Rubén, Elías y su esposa, Luisa Ornelas. La casa de Sara Salazar, madre de los mencionados, fue incendiada y uno de sus nietos acusado de traficar droga. Varios de ellos eran activistas a raíz de la muerte de Julio César, sin ser ésta esclarecida. En ese sexenio en Chihuahua también mataron a los activistas Benjamín Le Barón, Susana Chávez y Maricela Escobedo, cada uno en escenas desgarradoras; en Guerrero al ecologista Javier Torres Cruz, al promotor de derechos por la diversidad sexual Quetzalcóatl Leija y, otra vez, la sombra sobre los parientes de Lucio Cabañas cobró la vida de su viuda, Isabel Ayala, junto con su hermana, Reyna. En 2011, en Michoacán, asesinaron a los ambientalistas Pedro Leyva y a José Trinidad de la Cruz; a Nepomuceno Moreno en Sonora, quien reclamaba la aparición de su hijo tras su secuestro perpetrado al parecer por policías municipales; a Julia Marichal en la Ciudad de México. Ellos dos eran integrantes del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD).

El año 2011 fue espantoso, tanto la Policía Federal como el Ejército no escaparon de ser denunciados tras casos de represión que sí se lograron documentar. Entre otros, un antecedente destacado: el asesinato de dos estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa, que el 12 de diciembre de ese año decidieron protestar en la carretera Chilpancingo-Acapulco y las policías federal y estatal los atacaron a balazos. En el acto, también detuvieron a 50 jóvenes.

Como nunca, la militarización del país trajo consigo numerosas víctimas de los movimientos sociales, un proceso que se radicalizaría en los años siguientes y respecto al que, en una próxima entrega, abundaremos.:.

¿Un mensaje, un comentario?

¿Quién es usted?
Añada aquí su comentario

Este formulario acepta los atajos de SPIP, [->url] {{negrita}} {cursiva} <quote> <code> y el código HTML. Para crear párrafos, deje simplemente una línea vacía entre ellos.